He visto mi sombra en su mirada,
y no estaba yo.
El amor, ese antiguo laberinto,
me mostró pasillos vacíos
donde antes dormían nuestras voces.
No fue la traición lo que me quebró,
sino su calma después del naufragio.
Su indiferencia —tan pura, tan perfecta—
fue más filo que el puñal.
Comprendí entonces que el dolor
también tiene geometría:
una forma que se repite
como el eco en los patios de la memoria.
Y comprendí, también,
que la compasión no absuelve,
solo ilumina la herida.
Puedo entender sin justificar,
amar sin entregarme del todo,
perdonar sin regresar.
Puedo decir su nombre
como quien recita un verso olvidado,
y seguir andando,
aunque el mapa del alma
ya no marque su casa.
Porque, al final,
toda pérdida es una forma del destino,
y todo amor,
una forma del olvido.

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