Tenía el mar su guarida,
una choza de arena y pecado,
donde un cangrejo escondía la vida
que yo nunca había sospechado.
Allí, entre algas y espuma de vino,
mi mujer deshojaba su piel,
con un tipo sin rumbo ni destino,
que juraba morir por placer.
Yo creía en la fe de los anillos,
en el café de las seis y los besos,
y ella andaba dejando pestillos
en la casa del crustáceo travieso.
Dicen que el amor, cuando pica,
se parece al mar cuando engaña:
te promete ser calma bendita
y te arrastra a la orilla con saña.
Ahora paso frente a esa casita,
la del cangrejo y su huésped mortal,
y le brindo con ron mi derrota infinita,
por la hembra, el engaño… y el mar.
Y aunque el dolor ya no muerde,
ni me importa quién duerme en su lecho,
a veces el alma recuerda
que fui náufrago en su lecho.

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